18 de septiembre de 2013

Bedlam

Te levantas e intentas no pensar en ello. Tomas un café, sales, entras, escribes, hablas, trabajas, comes, miras el móvil, escuchas música, finges que ves la tele, te pierdes por internet, llamas por teléfono... y tratas de aparentar que puedes apartarlo de tu mente. Pero sabes que no es así, y por eso no eres capaz de mirar fijamente al reflejo que te devuelven tus ojos en el espejo. La idea te agobia, y temes que llegue el momento de irte a la cama, porque sabes que allí no tendrás nada a mano que te ayude a apartarte de tus pensamientos. Porque entonces, y sólo entonces, tendrás que enfrentarte a ellos. 

En realidad esos pensamientos te corroen a lo largo del día; a lo largo de la semana. Tratas de ahogarlos en medio del ruido de fondo que suponen las distracciones diarias, pero eso sólo hace que la sensación de asfixia sea aún mayor. Y cada noche, mirar a ese techo blanco sobre tu almohada se hace aún más difícil. 

Te debates entre lo que puedes, lo que debes, y lo que quieres hacer. Crees tenerlo claro; de hecho, lo tienes. Pero no te atreves, porque eres demasiado cobarde, aunque sabes que es inevitable, y que retrasarlo sólo lo hará peor. 

Finalmente, aunando todas tus fuerzas, te decides: vas a hacerlo. Vas a dar ese paso que tanto ansías. El que, esperas, lo cambiará todo. Lo harás.

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Te despiertas con las ideas claras. El olor a café inunda la mañana y tu determinación se ahoga con las salidas, las entradas, el trabajo, los ruidos, los móviles, la televisión... Y, al final, como siempre, sólo queda ese techo blanco e infranqueable. Vacío, como tú. 

(Let music fill your life...)

7 de septiembre de 2013

El 7 de septiembre


"Las flores de mayo
poco a poco cederán
a las patas de gallo,
y nos buscaremos con los ojos
por si queda algo..."

(Let music fill your life...)

6 de septiembre de 2013

Sólo ida

Hoy os dejo otro pequeño cuento, que envié para la edición de 2013 de los "Cuentos sobre ruedas" de la compañía ALSA: 

Sólo ida

Se despertó bruscamente con aquel traqueteo tan característico que hacía el autobús al cambiar de ritmo, justo antes de detenerse por completo. No sabía con exactitud cuánto tiempo llevaba adormilado, aunque le daba la impresión de que no debía ser mucho, a pesar de que el cielo había comenzado ya a adquirir un suave tono anaranjado.

Tratando de evitar llamar la atención se desperezó con la mayor discreción con la que fue capaz; tenía las piernas entumecidas, pero la opción de bajarse a estirarlas en la siguiente parada no le hacía ninguna gracia, por lo que prefirió quedarse donde estaba. En su lugar, para entretenerse, se dedicó a observar detenidamente los rostros de los viajeros que le acompañaban.

Las caras que le rodeaban no tenían nada que las hiciera especiales. Y, sin embargo, se sentía fascinado por todas y cada una de ellas. Desde que tenía uso de razón le había gustado observar a los que, de manera fortuita, se convertían en sus compañeros de viaje durante unas horas. Estudiaba sus rostros y expresiones, y se entretenía imaginando cómo serían sus vidas más allá de los cristales de las ventanillas. Amantes despechados, artistas frustrados, idealistas insaciables… toda una multitud de los más variopintos personajes desfilaban por su imaginación, adquiriendo el aspecto de los pasajeros que subían y bajaban en cada estación. Era consciente de que aquella pasarela no era más que un producto de su mente. De hecho, lo más probable era que cada una de esas personas no fuera sino lo que mostraban hacia el exterior: gente normal, quizás mediocre, con vidas mecánicas y sueños olvidados. Gente como él. Y, sin embargo, a pesar de todo, aquel curioso juego no perdía jamás su atractivo.

El autobús ya había abierto sus puertas, y la coreografía que anunciaba el intercambio de pasajeros estaba en marcha: algunos, apresurados, cogían su equipaje dispuestos a bajar mientras unos pocos subían los escalones para ocupar los asientos que acababan de quedarse vacíos. A pesar de que había más huecos que antes, no pudo evitar sentir cierta tensión: con disimulo, alejó su roída mochila un poco de sí mismo, ocupando parte del asiento contiguo. No era una invasión total, aunque dejaba claro el mensaje para todo aquel que quisiera leerlo: los compañeros de asiento no eran bien recibidos.

Lo cierto es que no le molestaba tener a alguien a su lado, siempre y cuando ambos mantuvieran una distancia prudencial. Le importunaba la gente aburrida dispuesta a pasar horas conversando o, lo que era peor, hablando sin la menor intención de escuchar. Prefería a alguien silencioso, alguien con la mente ocupada que ni siquiera reparara en él. Por desgracia, la gente cada vez tenía más miedo a la introspección, y prefería rellenar sus horas con conversaciones banales, dignas del más incómodo viaje en ascensor.

Las puertas, por fin, se cerraron, y sus miembros se relajaron. Podía seguir observando a aquellas personas desde la posición privilegiada que le ofrecía su asiento, sin tener que interactuar con nadie. Sus ojos, ocultos tras aquellas oscuras y, a estas horas, innecesarias gafas de sol, se mantenían abiertos. Sus oídos, cubiertos con unos auriculares que hacía meses que no habían emitido ningún sonido, estaban alerta, tratando de captar cualquier fragmento de conversación que diera pie a su imaginación. Era el disfraz perfecto, que le transfería un aspecto de total indiferencia hacia el resto del mundo que distaba mucho de lo que sentía en realidad.

Sin embargo, aquella expectación no duró demasiado. Desde su asiento apenas si alcanzaba a ver a un par de pasajeros, que parecían tan apáticos como él. La oscuridad y la hora no ayudaban demasiado; el autobús entero parecía sumido en una especie de ensoñación, como un microuniverso completamente aislado del frenético ritmo del mundo exterior. Miró por la ventanilla, consciente de que la oscuridad de la noche no le permitiría ver nada. Se sentía reconfortado observando únicamente aquel oscuro vacío. La paz temporal que le proporcionaban estos viajes era una de sus sensaciones preferidas.

Quizás por eso había elegido pasar de este modo los últimos meses. No era su medio ideal, era cierto; pero al menos se acercaba.

Como tantas otras personas, desde niño siempre había querido poder decir aquello de “Deme un billete para el primer avión que salga; no importa el destino.” Opinaba que, después de todo, el fin del camino no siempre es tan importante como el recorrido hacia él. La vida, al menos, funcionaba así. Quería experimentarlo por sí mismo: ser capaz de olvidarse de todo, ampliar sus horizontes, conocer costumbres nuevas… hacer, en definitiva, algo que siempre pudiera recordar al mirar atrás. Algo que le hiciera sentirse vivo.

Pero nunca había encontrado la oportunidad; o nunca había querido encontrarla. Cada vez que esta idea cruzaba su mente, cientos de excusas se interponían en su camino: una carrera que terminar, un jefe al que rendir cuentas, alguien a quien dar explicaciones… Jamás era el momento apropiado.

Hasta que llegó aquel día. Las cosas no podían ir peor (en realidad sí, pero le costaba admitirlo), y sin embargo iban igual para él que para la mayoría de la gente a la que conocía. Sus sueños de niñez habían ido resquebrajándose con el paso de los años, y ahora apenas si quedaba una sombra de lo que habían sido. No sólo se había acostumbrado a la mediocridad, sino que a veces incluso ansiaba alcanzarla. Lejos quedaban sus aires de grandeza, esos sueños en los que encontraba la felicidad a través de una pasión que lo contagiara todo. Sus aspiraciones se habían convertido en pequeños trabajos cada vez más breves y escasos. Sus sueños en vanos recuerdos que a veces volvían a su mente contagiándose del sabor amargo del café que le espabilaba por las mañanas.

Los que le rodeaban no eran ajenos a esta decadencia, aunque poco podían hacer para evitarla. Cada uno de ellos tenía sus propios problemas, y el poco consuelo que podían ofrecerle siempre se daba de bruces contra un muro de autodestrucción que cada vez se hacía más infranqueable. Poco a poco se fue alejando de todo y de todos; les fue perdiendo uno a uno, hasta que al final sólo quedaba ella a su lado. Aquello le costó más, aunque no hizo nada por evitarlo. Forzó su paciencia hasta límites insospechados. Cuando finalmente también la perdió, supo que nada ni nadie más le ataba a aquel lugar.

Por eso aquella mañana decidió que era entonces o nunca. Daría ese paso que tantas otras veces había imaginado en su mente. Las circunstancias, sin embargo, no eran las ideales, y una vez más, tuvo que adaptarse. El resplandeciente aeropuerto de sus sueños se presentaba ahora con la apariencia de la familiar estación de autobuses de su pequeño pueblo. Y en lugar de la frase que tantas veces había ensayado, tuvo que conformarse con un lacónico “Sólo ida.” Pero, a pesar de estas diferencias, la experiencia hizo que despertara en él un sentimiento que llevaba tiempo dormido: un pellizco de emoción envolvió su estómago a la vez que una incipiente ilusión se apoderó de él. Por primera vez en años había actuado de manera impulsiva. Hacía tiempo que no se sentía tan vivo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos, una vez más, por el cambio de ritmo del autobús. Habían llegado a otra parada. A pesar de la hora, aún había gente esperando en la dársena la llegada de algún viajero. Gente que, pese a todo, mantenía aquel brillo en los ojos que tantas veces había visto durante su época de estudiante.

Recordaba cómo, años atrás, cuando el peso de los libros en su mochila parecía hasta reconfortante gracias a sus ilusiones, visitaba cada semana una estación parecida a aquella. Recordaba el miedo con el que partía las primeras veces, y la autosuficiencia que le proporcionaba el sentirse prácticamente un adulto las demás, de camino a su lugar de estudios, dejando atrás su casa, pero con la certeza de que todo seguiría igual cuando regresara. Del mismo modo, venían a su mente las imágenes de los viajes de vuelta a casa, ansiados algunas veces, monótonos otras, pero siempre con el mismo fin: la sonrisa alegre de su madre y la mirada seria pero llena de orgullo de su padre, años antes de que el cáncer se lo llevara para siempre. Aquel trayecto de regreso siempre era similar pero no por ello menos efectivo; pasara lo que pasara, sabía que habría alguien esperándole al final del viaje. Sentía en lo más profundo que no estaba solo. Siempre con un destino claro en mente; siempre de la mano de un viejo autobús como aquel en el que se encontraba ahora.

Llevado por un impulso se echó la mano al bolsillo y sacó su teléfono. A pesar del temblor nervioso que agitaba su brazo, marcó el número de memoria, sin tener que consultarlo. Cuando, después de unos interminables segundos descolgaron al otro lado, nadie dijo nada, aunque se podían oír las respiraciones de ambos, uno a cada extremo de la línea. No había vuelta atrás. Las ideas se agolpaban en su mente, y sólo fue capaz de articular unas cuantas torpes palabras antes de colgar de nuevo. Suspirando, volvió a colocarse los auriculares aunque, como ya venía haciendo desde hacía tiempo, no pulsó el botón de encendido.

Las horas transcurrieron lentamente mientras, harto de intentar conciliar el sueño, no podía evitar recrear, una y otra vez, esa llamada. Las palabras que había pronunciado estaban grabadas a fuego en su mente, y cada vez que las recordaba le parecían más inútiles y vacías. Había vuelto a hacerlo: había hecho el ridículo en el momento menos indicado. Deseaba volver atrás, tener una segunda oportunidad. Pero la vida demostraba una vez más que era un maldito avanzar inexorable, sin lugar para las rectificaciones.

Al otro lado del cristal comenzaron a asomar las primeras luces del alba. El color del cielo se aclaraba poco a poco, y las sombras de la noche iban dando paso a unas siluetas cada vez más nítidas. En algún punto el paisaje comenzó a hacerse cada vez más familiar. El suave movimiento del autobús le llevaba por caminos que despertaban recuerdos de los que ya ni siquiera era consciente. Cada curva del trayecto, cada árbol que seguía ahí le transportaban a lo que un día fue, mientras una extraña mezcla de sentimientos se iba apoderando de su interior.

Todo lo que veía le resultaba conocido, aunque cubierto por una ligera capa de novedad. Sin embargo, no era lo que le rodeaba lo que había cambiado, sino él mismo.


Casi sin darse cuenta, el viaje llegó a su final. Se oía un ligero murmullo en el interior del autobús, mientras los pasajeros se preparaban para abandonar el vehículo una vez detuviera su marcha. Él se debatía entre quedarse ahí, agazapado, o salir de aquel autobús y enfrentarse por fin a la realidad. Sin decidirse del todo, con un punto de nerviosismo, echó un último vistazo al exterior, tratando de comprobar si, a pesar de todo, su torpe llamada había tenido algún efecto. En medio de la gente no le costó, sin embargo, distinguir lo que buscaba: esos ojos; esa mirada que le decía que, a pesar de todo, seguía ahí, esperándole. Sólo entonces se dio cuenta de que el fin del viaje no estaba en los lugares, sino en las personas que los habitaban. Confirmaba, pues, lo que sospechaba desde hacía tiempo: que, en el fondo, su único destino era ella.

(Let music fill your life...)

4 de septiembre de 2013

Micropensamientos

"El miedo a las relaciones es, en realidad, miedo a abrirnos a alguien, a mostrarnos vulnerables, y a que nos hagan daños cuando nos confiemos."

3 de septiembre de 2013

A solas

Aprovecho hoy para compartir un pequeño relato que escribí hace ya unos meses para el Segundo Certamen de Relatos Breves "Yo, deportista" convocado por el Instituto Andaluz del Deporte. (Lógicamente) no resultó premiado, aunque sí tuve la oportunidad de publicarlo en formato digital (podéis encontrar el volumen completo aquí). Espero que os guste: 


A solas

Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos…

El eco de sus pasos, regular y mecánico, posiblemente era su sonido favorito en el mundo. Le gustaba correr; no había otra forma de expresarlo. Daba igual si hacía frío o calor, si amanecía o anochecía: jamás pasaba un día sin que dedicara al menos un par de horas a esta actividad.

No dejaba de ser curioso: lo cierto es que nunca había sido un hombre muy disciplinado, y se le podía considerar un desastre en muchos otros aspectos de su vida. Pero a la hora de correr se transformaba en una persona diferente.

A menudo, en el trabajo, le preguntaban por el motivo de su afición. Algunos incluso trataban de disuadirle de que continuara con ello utilizando todo tipo de argumentos: la soledad, el cansancio, el dolor… Desde la comodidad de sus aburridas sillas de despacho, cualquier esfuerzo físico parecía un sinsentido mientras golpeaban compulsivamente sus teclados y miraban con nerviosismo el reloj ansiando que llegara la hora del cigarro.

No había duda de que las preguntas de sus compañeros estaban más que justificadas. Al
menos, en el círculo de personas en el que se movía, se le podía considerar un bicho raro. El simple hecho de llevar a cabo algún esfuerzo sin obtener ningún beneficio material a cambio no solo parecía impensable, sino también ridículo.

Ante ese tipo de conversaciones, más habituales de lo deseado, él se limitaba a sonreír tímidamente y a encoger los hombros. De todas formas, aunque intentara explicárselo, jamás lo entenderían. Todo lo que para ellos suponía un problema se transformaba en una ventaja a sus ojos: ¿La soledad? Sin duda, el mejor momento para conocerse a sí mismo, para reflexionar y enfrentarse con qué era de verdad. Del mismo modo, el cansancio había demostrado ser el mejor aliado frente al insomnio. Y el dolor… el dolor le ayudaba a recordar que seguía vivo.

A pesar de todo, era difícil describir con palabras la sensación que le producía ese vicio diario. Le preguntaban que por qué corría y no sabía muy bien qué responder. Mientras lo hacía, sentía que el mundo se ponía en orden: el inexorable avance del segundero; sus pasos acordes, al ritmo del tiempo y el latir de su corazón. Por un momento, daba la impresión de que todo cobraba sentido. Sus problemas diarios, grandes o pequeños, se desvanecían cada vez que golpeaba con las suelas de sus zapatillas. Cuando corría sentía que no había nacido para hacer otra cosa. Y en realidad así era.

Curiosamente, sus días favoritos eran los lluviosos. Días grises y oscuros, en los que reinaba un silencio casi místico, roto únicamente por el repiqueteo del agua. La lluvia hacía que se sintiera libre. Observaba la manera en la que la gente huía de ella, tratando inútilmente de evitar que sus pertenencias se mojaran, como si les fuera la vida en ello. A él, sin embargo, le encantaba llegar a casa calado hasta los huesos. No le importaba mojarse, pues sabía que no tenía nada que perder. En cierto modo, ya lo había perdido todo.

Un, dos. Un, dos. Un, dos…

Le gustaba recordarla así, con esa sonrisa tan encantadora que dibujaba dos pequeños hoyuelos en sus mejillas. A ella nunca le había gustado ese diminuto capricho de la naturaleza, pero a él le parecía delicioso.

Pensaba en que siempre había sentido celos al verla jugar: centrada en el partido, no existía nada más para ella, y eso le volvía loco. Sabía que jamás lograría atraer tanto su atención como lo hacía aquel deporte. Admiraba y envidiaba a partes iguales la manera en la que la raqueta la completaba, exigiéndole más, pero haciéndola feliz a la vez. Esa compenetración que él jamás había sentido en persona.

Recordaba con una punzada de dolor cómo en otras ocasiones había discutido con ella por ese tema sin que ninguno de los dos llegara a dar su brazo a torcer. Solamente ahora se daba cuenta de lo egoísta que había sido.

Un, dos, un, dos, un, dos…

Se reía de ella cuando le animaba a practicar deporte –tenis no, por supuesto; eso lo guardaba solo para sí-. Él, todo un triunfador, ya había alcanzado más de lo que cualquiera podía desear a su edad, y se regodeaba en el hecho de poder mirar por encima del hombro al resto del mundo desde su recién adquirido sillón de cuero negro de despacho. Nunca había sido de los que se esforzaban sin tener en mente una meta bien definida, y eso no iba a cambiar ahora.

Ella le miraba con dulzura, sin llegar a entenderle, pero aceptándole tal y como era, a pesar de sus diferencias. Al fin y al cabo, eso era el amor.

Un, dos. Un, dos. Un, dos…

Recordaba el día en que empezó a correr. El cielo plomizo, la lluvia diminuta pero constante, y la pena que le embargaba a la vuelta del cementerio. Por primera vez en su vida, la visión de los zapatos oscuros y elegantes se le hacía insoportable, y la corbata le apretaba como una soga alrededor del cuello. Quería gritar, pero en lugar de ello, calló y guardó la compostura. Nadie habría esperado menos de él.

De repente, en aquel momento, ocurrió por primera vez: oyó su voz, clara y cercana, como si estuviera ahí. Echó a correr, sin saber bien si su propósito era alcanzarla o huir de ella. “Vamos, estoy contigo”, le dijo. Y él supo que esa voz no le abandonaría jamás.

Le preguntaban que por qué corría y no sabía muy bien qué responder. Aunque, en su cabeza, la respuesta estaba del todo clara: corría porque era la única manera de no estar solo. Ella corría junto a él… y en cierto modo se alegraba al pensar que los demás jamás lo entenderían.

Un. Dos. Un. Dos. Un. Dos…

(Let music fill your life...)

Micropensamientos

"Todo el mundo tiene un monstruo dentro de si mismo, pero algunos luchan más que otros por evitar que salga a la superficie."

2 de septiembre de 2013

Alicia

Hoy me gustaría presentar aquí un pequeño (pero gran) proyecto que únicamente tiene unos días de vida, pero que esperemos que dé que hablar. Se trata de Alicia, un corto obra de un amigo, Mikel Martínez, y en el que hemos participado algunos amigos más aportando el talento que hemos podido. Ideado con la finalidad de concursar en la segunda edición del Festival "Horror Online Art", Alicia es una obra original, realizada con poco presupuesto pero con mucha ilusión, y con un resultado que, a decir verdad, nos ha dejado muy satisfechos.

Por si tenéis curiosidad, aquí podéis ver el cartel oficial:


Antes de ver el corto, os sugiero que leáis la sinopsis. No quiero adelantar detalles, pero creo que lo agradeceréis durante el visionado: 

Desde el momento en que Mary Ann fija su vista por primera vez en ella, queda completamente obsesionada: la sigue, la imita; hasta que ese fuerte sentimiento se transforma en una vital necesidad de sustituirla. A partir de ese instante empieza un enrevesado y obsesivo viaje por el interior de sus recuerdos, ahora confundidos con las historias que conoce desde niña, donde pretende encontrar su verdadero yo, que quizá ahora está jugando con su mente. 

Ahora sí, ha llegado el momento de ver Alicia. Subid bien los altavoces y seleccionad la opción HD, porque merece la pena: 


Créditos: 
- Guión y dirección: MIKEL MARALC (@MIKweet)
- Reparto: ISABEL HERNÁNDEZ (@isahergo_) - ROSA M. MORALES (@autenticafan) - J.L. CARRASQUILLA (@JL_CarrasCarmo) - MANUEL RAYA (@manoliyors) - ELENA GÓMEZ (@ellegr9)
- Ayudantes de dirección: J.L. CARRASQUILLA - ELENA GÓMEZ
- Diseño de sonido: ISABEL HERNÁNDEZ
- Dirección de arte: ROSA M. MORALES
- Director de fotografía: MIKEL MARALC
- Vestuario, maquillaje y peluquería: ROSA M. MORALES
- Montaje: MIKEL MARALC
- Música: ISABEL HERNÁNDEZ - MIKEL MARALC

En cuanto a la música, os dejo el listado de las obras escogidas (en orden de aparición): 
- Beethoven: Egmont, Overture, Op. 84. 
- Liszt: Faust Symphony, S. 108. 
- Dvorak: Symphony No. 9 ("Del Nuevo Mundo"), Op. 95.  
- Turina: Danzas Fantásticas, N.3: "Orgía", Op. 22. 
- Mussorgsky: Una noche en el monte pelado
- Liszt: Dante Symphony, S. 109. 

Tanto si os ha gustado o no, espero vuestros comentarios (sobre todo, si queréis compartir vuestra propia interpretación de la historia). Personalmente, la experiencia me ha resultado muy positiva (aunque el pobre Mikel haya tenido que aguantar mis quejas una y otra vez), y me ha confirmado algo que ya imaginaba: la interpretación no es lo mío. Enhorabuena a todos los participantes y, en especial, al director, por el resultado. Ánimo con futuros proyectos.

(Let music fill your life...)

1 de septiembre de 2013

Don't Ever Wake Me Up

Me parece increíble, después de tanto tiempo, haber decidido retomar este blog, ya casi olvidado por completo. Mirando en sus archivos, siento una especie de lástima mezclada con remordimientos: las entradas dedicadas a pedir disculpas por mi dejadez prácticamente superan a las que se ocupan de otros temas. Desde luego, la constancia no es algo que me caracteriza cuando de escribir aquí se trata. Por eso esta vez no hago propósito de enmienda: no sé si volveré a escribir por aquí; simplemente, hoy tengo ganas de hacerlo. 

Repasar las entradas anteriores también ha removido algo en mi interior: han pasado ya más de dos años de la última, y puedo apreciar algunas diferencias en mi vida que me separan mucho de la persona que escribió unas líneas aquí por última vez. Algunas (muy) positivas, y otras negativas. Pero diferencias, al fin y al cabo.

Sin embargo, hoy vengo aquí por otro motivo: es 1 de septiembre, mi día menos favorito del año (por no decir que es el que más odio). ¿El motivo? Lo fácil quizás sería decir que es por el final de las vacaciones, o porque hay que volver a la rutina. Pero lo cierto es que eso nunca me ha molestado demasiado. De hecho, mi rutina dentro de una semana no será muy diferente de la que tenía días atrás. Y quizás sea eso lo que me moleste: la sensación de ver que otros avanzan mientras yo me quedo aquí, otro año más. El miedo a que llegue otro 1 de septiembre y me encuentre justo donde estaba el año pasado. Sé que esto se contradice bastante con el párrafo anterior, pero no puedo evitar sentirlo así. 

Aunque no soy persona de rituales, tengo una costumbre (poco original, todo hay que decirlo) que se repite a cada inicio de septiembre, año tras año: escuchar el famoso "Wake Me Up When September Ends" de Green Day. 

Se dice que el origen de esta canción nada tiene que ver con el regreso a la rutina o el final de las vacaciones, sino con algo mucho más serio: fue, precisamente, un 1 de septiembre el día en que falleció el padre de Billie Joe Armstrong, el vocalista del grupo. Según se cuenta, tras el funeral, el músico se encerró en su habitación. Cuando su madre trató de convencerle para que saliera, éste le respondió con las famosas palabras que dan título a la canción. Componer este tema fue, pues, su particular manera de cerrar su herida, mucho tiempo después, tal y como evidencia uno de los versos de la canción: "Like my father's come to pass, seven years has gone so fast..."


El verano se marcha, dejando lo mediocre y llevándose consigo lo mejor; y tú, como el verano, te vas un año más. Por favor, no me despertéis hasta que septiembre acabe. O, mejor, despiértame cuando regreses. 

(Let music fill your life...)

1 de enero de 2011

Beautiful That Way

En época de propósitos creo que la letra de esta canción es una buena forma de afrontar el nuevo año:


Smile, without a reason why
Love, as if you were a child,
Smile, no matter what they tell you
Don't listen to a word they say
Cause life is beautiful that way.

Tears, a tidal wave of tears
Light, that slowly disappears
Wait, before you close the curtain
There is still another game to play
And life is beautiful that way

Here with his eyes forevermore
I will always be as close as you
remember from before
Now that you're out there on your own
Remember what is real and
what we dream is love alone

Keep the laughter in you eyes
Soon your long awaited prize
We'll forget about our sorrows
And think about a brighter day
Cause life is beautiful that way.

We'll forget about our sorrows
And think about a brighter day,
Cause life is beautiful that way
There's still another game to play
And life is beautiful that way.

Feliz 2011. Os deseo lo mejor.

10 de noviembre de 2010

Pasaba por aquí...

En todas las películas hay protagonistas y personajes secundarios. Por algún motivo las vidas de los últimos son menos espectaculares y a menudo ni nos interesan. Pues bien, hace mucho que dejé de sentirme protagonista.

Interpretas miles de papeles: hijo, amigo, estudiante, vecino... y, casi sin notarlo, dejas de vivir tu vida para convertirte en la versión que los demás esperan de ti. De repente, un día, abres los ojos. Te das cuenta de que te has convertido en la pieza de reemplazo: estás ahí cuando te necesitan, pero te olvidan cuando dejas de ser indispensable. Eso sí, debes mantener la compostura porque, si al cabo de un tiempo vuelven a precisar de tu ayuda, tienes que brillar como siempre.

Normalmente te requieren para compensar una pérdida. Esos son los momentos más duros: das tu apoyo, y realmente lo haces de forma desinteresada. Pero cuando vuelves a casa, solo, no puedes dejar de repetirte lo que, en el fondo, sabes que piensas: "¿Lloras porque has perdido? Yo te envidio porque lo has tenido."

Supongo que sólo (sí, con tilde) he tenido un mal día.

(Let music fill your life...)