Hoy os dejo otro pequeño cuento, que envié para la edición de 2013 de los "Cuentos sobre ruedas" de la compañía ALSA:
Sólo ida
Se
despertó bruscamente con aquel traqueteo tan característico que hacía el autobús
al cambiar de ritmo, justo antes de detenerse por completo. No sabía con
exactitud cuánto tiempo llevaba adormilado, aunque le daba la impresión de que
no debía ser mucho, a pesar de que el cielo había comenzado ya a adquirir un
suave tono anaranjado.
Tratando
de evitar llamar la atención se desperezó con la mayor discreción con la que
fue capaz; tenía las piernas entumecidas, pero la opción de bajarse a
estirarlas en la siguiente parada no le hacía ninguna gracia, por lo que
prefirió quedarse donde estaba. En su lugar, para entretenerse, se dedicó a
observar detenidamente los rostros de los viajeros que le acompañaban.
Las
caras que le rodeaban no tenían nada que las hiciera especiales. Y, sin
embargo, se sentía fascinado por todas y cada una de ellas. Desde que tenía uso
de razón le había gustado observar a los que, de manera fortuita, se convertían
en sus compañeros de viaje durante unas horas. Estudiaba sus rostros y
expresiones, y se entretenía imaginando cómo serían sus vidas más allá de los
cristales de las ventanillas. Amantes despechados, artistas frustrados,
idealistas insaciables… toda una multitud de los más variopintos personajes
desfilaban por su imaginación, adquiriendo el aspecto de los pasajeros que
subían y bajaban en cada estación. Era consciente de que aquella pasarela no
era más que un producto de su mente. De hecho, lo más probable era que cada una
de esas personas no fuera sino lo que mostraban hacia el exterior: gente
normal, quizás mediocre, con vidas mecánicas y sueños olvidados. Gente como él.
Y, sin embargo, a pesar de todo, aquel curioso juego no perdía jamás su
atractivo.
El
autobús ya había abierto sus puertas, y la coreografía que anunciaba el
intercambio de pasajeros estaba en marcha: algunos, apresurados, cogían su
equipaje dispuestos a bajar mientras unos pocos subían los escalones para
ocupar los asientos que acababan de quedarse vacíos. A pesar de que había más
huecos que antes, no pudo evitar sentir cierta tensión: con disimulo, alejó su
roída mochila un poco de sí mismo, ocupando parte del asiento contiguo. No era
una invasión total, aunque dejaba claro el mensaje para todo aquel que quisiera
leerlo: los compañeros de asiento no eran bien recibidos.
Lo
cierto es que no le molestaba tener a alguien a su lado, siempre y cuando ambos
mantuvieran una distancia prudencial. Le importunaba la gente aburrida
dispuesta a pasar horas conversando o, lo que era peor, hablando sin la menor
intención de escuchar. Prefería a alguien silencioso, alguien con la mente
ocupada que ni siquiera reparara en él. Por desgracia, la gente cada vez tenía
más miedo a la introspección, y prefería rellenar sus horas con conversaciones
banales, dignas del más incómodo viaje en ascensor.
Las
puertas, por fin, se cerraron, y sus miembros se relajaron. Podía seguir observando
a aquellas personas desde la posición privilegiada que le ofrecía su asiento,
sin tener que interactuar con nadie. Sus ojos, ocultos tras aquellas oscuras y,
a estas horas, innecesarias gafas de sol, se mantenían abiertos. Sus oídos,
cubiertos con unos auriculares que hacía meses que no habían emitido ningún
sonido, estaban alerta, tratando de captar cualquier fragmento de conversación
que diera pie a su imaginación. Era el disfraz perfecto, que le transfería un
aspecto de total indiferencia hacia el resto del mundo que distaba mucho de lo
que sentía en realidad.
Sin
embargo, aquella expectación no duró demasiado. Desde su asiento apenas si
alcanzaba a ver a un par de pasajeros, que parecían tan apáticos como él. La
oscuridad y la hora no ayudaban demasiado; el autobús entero parecía sumido en
una especie de ensoñación, como un microuniverso completamente aislado del
frenético ritmo del mundo exterior. Miró por la ventanilla, consciente de que
la oscuridad de la noche no le permitiría ver nada. Se sentía reconfortado observando
únicamente aquel oscuro vacío. La paz temporal que le proporcionaban estos
viajes era una de sus sensaciones preferidas.
Quizás
por eso había elegido pasar de este modo los últimos meses. No era su medio
ideal, era cierto; pero al menos se acercaba.
Como
tantas otras personas, desde niño siempre había querido poder decir aquello de
“Deme un billete para el primer avión que
salga; no importa el destino.” Opinaba que, después de todo, el fin del
camino no siempre es tan importante como el recorrido hacia él. La vida, al
menos, funcionaba así. Quería experimentarlo por sí mismo: ser capaz de
olvidarse de todo, ampliar sus horizontes, conocer costumbres nuevas… hacer, en
definitiva, algo que siempre pudiera recordar al mirar atrás. Algo que le
hiciera sentirse vivo.
Pero
nunca había encontrado la oportunidad; o nunca había querido encontrarla. Cada
vez que esta idea cruzaba su mente, cientos de excusas se interponían en su
camino: una carrera que terminar, un jefe al que rendir cuentas, alguien a
quien dar explicaciones… Jamás era el momento apropiado.
Hasta
que llegó aquel día. Las cosas no podían ir peor (en realidad sí, pero le
costaba admitirlo), y sin embargo iban igual para él que para la mayoría de la
gente a la que conocía. Sus sueños de niñez habían ido resquebrajándose con el
paso de los años, y ahora apenas si quedaba una sombra de lo que habían sido.
No sólo se había acostumbrado a la mediocridad, sino que a veces incluso
ansiaba alcanzarla. Lejos quedaban sus aires de grandeza, esos sueños en los
que encontraba la felicidad a través de una pasión que lo contagiara todo. Sus
aspiraciones se habían convertido en pequeños trabajos cada vez más breves y
escasos. Sus sueños en vanos recuerdos que a veces volvían a su mente
contagiándose del sabor amargo del café que le espabilaba por las mañanas.
Los
que le rodeaban no eran ajenos a esta decadencia, aunque poco podían hacer para
evitarla. Cada uno de ellos tenía sus propios problemas, y el poco consuelo que
podían ofrecerle siempre se daba de bruces contra un muro de autodestrucción
que cada vez se hacía más infranqueable. Poco a poco se fue alejando de todo y
de todos; les fue perdiendo uno a uno, hasta que al final sólo quedaba ella a
su lado. Aquello le costó más, aunque no hizo nada por evitarlo. Forzó su
paciencia hasta límites insospechados. Cuando finalmente también la perdió,
supo que nada ni nadie más le ataba a aquel lugar.
Por
eso aquella mañana decidió que era entonces o nunca. Daría ese paso que tantas
otras veces había imaginado en su mente. Las circunstancias, sin embargo, no
eran las ideales, y una vez más, tuvo que adaptarse. El resplandeciente
aeropuerto de sus sueños se presentaba ahora con la apariencia de la familiar
estación de autobuses de su pequeño pueblo. Y en lugar de la frase que tantas
veces había ensayado, tuvo que conformarse con un lacónico “Sólo ida.” Pero, a pesar de estas
diferencias, la experiencia hizo que despertara en él un sentimiento que
llevaba tiempo dormido: un pellizco de emoción envolvió su estómago a la vez
que una incipiente ilusión se apoderó de él. Por primera vez en años había
actuado de manera impulsiva. Hacía tiempo que no se sentía tan vivo.
Sus
pensamientos se vieron interrumpidos, una vez más, por el cambio de ritmo del
autobús. Habían llegado a otra parada. A pesar de la hora, aún había gente
esperando en la dársena la llegada de algún viajero. Gente que, pese a todo,
mantenía aquel brillo en los ojos que tantas veces había visto durante su época
de estudiante.
Recordaba
cómo, años atrás, cuando el peso de los libros en su mochila parecía hasta
reconfortante gracias a sus ilusiones, visitaba cada semana una estación
parecida a aquella. Recordaba el miedo con el que partía las primeras veces, y
la autosuficiencia que le proporcionaba el sentirse prácticamente un adulto las
demás, de camino a su lugar de estudios, dejando atrás su casa, pero con la
certeza de que todo seguiría igual cuando regresara. Del mismo modo, venían a
su mente las imágenes de los viajes de vuelta a casa, ansiados algunas veces,
monótonos otras, pero siempre con el mismo fin: la sonrisa alegre de su madre y
la mirada seria pero llena de orgullo de su padre, años antes de que el cáncer
se lo llevara para siempre. Aquel trayecto de regreso siempre era similar pero
no por ello menos efectivo; pasara lo que pasara, sabía que habría alguien
esperándole al final del viaje. Sentía en lo más profundo que no estaba solo.
Siempre con un destino claro en mente; siempre de la mano de un viejo autobús como
aquel en el que se encontraba ahora.
Llevado
por un impulso se echó la mano al bolsillo y sacó su teléfono. A pesar del
temblor nervioso que agitaba su brazo, marcó el número de memoria, sin tener
que consultarlo. Cuando, después de unos interminables segundos descolgaron al
otro lado, nadie dijo nada, aunque se podían oír las respiraciones de ambos,
uno a cada extremo de la línea. No había vuelta atrás. Las ideas se agolpaban
en su mente, y sólo fue capaz de articular unas cuantas torpes palabras antes
de colgar de nuevo. Suspirando, volvió a colocarse los auriculares aunque, como
ya venía haciendo desde hacía tiempo, no pulsó el botón de encendido.
Las
horas transcurrieron lentamente mientras, harto de intentar conciliar el sueño,
no podía evitar recrear, una y otra vez, esa llamada. Las palabras que había
pronunciado estaban grabadas a fuego en su mente, y cada vez que las recordaba
le parecían más inútiles y vacías. Había vuelto a hacerlo: había hecho el
ridículo en el momento menos indicado. Deseaba volver atrás, tener una segunda
oportunidad. Pero la vida demostraba una vez más que era un maldito avanzar
inexorable, sin lugar para las rectificaciones.
Al
otro lado del cristal comenzaron a asomar las primeras luces del alba. El color
del cielo se aclaraba poco a poco, y las sombras de la noche iban dando paso a
unas siluetas cada vez más nítidas. En algún punto el paisaje comenzó a hacerse
cada vez más familiar. El suave movimiento del autobús le llevaba por caminos
que despertaban recuerdos de los que ya ni siquiera era consciente. Cada curva
del trayecto, cada árbol que seguía ahí le transportaban a lo que un día fue,
mientras una extraña mezcla de sentimientos se iba apoderando de su interior.
Todo
lo que veía le resultaba conocido, aunque cubierto por una ligera capa de
novedad. Sin embargo, no era lo que le rodeaba lo que había cambiado, sino él
mismo.
Casi sin
darse cuenta, el viaje llegó a su final. Se oía un ligero murmullo en el
interior del autobús, mientras los pasajeros se preparaban para abandonar el
vehículo una vez detuviera su marcha. Él se debatía entre quedarse ahí,
agazapado, o salir de aquel autobús y enfrentarse por fin a la realidad. Sin
decidirse del todo, con un punto de nerviosismo, echó un último vistazo al
exterior, tratando de comprobar si, a pesar de todo, su torpe llamada había
tenido algún efecto. En medio de la gente no le costó, sin embargo, distinguir
lo que buscaba: esos ojos; esa mirada que le decía que, a pesar de todo, seguía
ahí, esperándole. Sólo entonces se dio cuenta de que el fin del viaje no estaba
en los lugares, sino en las personas que los habitaban. Confirmaba, pues, lo
que sospechaba desde hacía tiempo: que, en el fondo, su único destino era ella.
(Let music fill your life...)